miércoles, 28 de enero de 2009

Una ética concluyente

       La obra de los religiosos y demás moralistas consiste, básicamente, en decirnos qué hemos de hacer. Es cierto que es frecuente que, de paso, nos digan cómo es el mundo y añadan que ese es el motivo por el que debemos proceder según su parecer. Pero no quiero discutir ahora si llevan o no razón, sino, muy al contrario, vengo a decirles que ninguno ha hecho bien su trabajo. Si pretendían decirnos qué hacer, han sido demasiado ambiguos. Algunos pueden defenderse alegando que sólo nos han dicho lo que no debíamos hacer, que no pretendían nada más. Pero la moral debería poder clasificar todas las acciones posibles de mayor a menor por orden de bondad o maldad. No es suficiente que nos digan "No robarás" o "No matarás". Lo que yo le pido a una ética es que me diga cúal de esas cosas es peor y por qué. Seguramente el lector no dude en que el asesinato es algo más censurable, pero cuando se le pregunte el porqué apuesto a que le asaltará esa duda que no tenía al contestar sobre qué era menos reprobable. Entonces buscaremos un criterio discriminador y, posiblemente, vendrán a nuestras cabecitas esas palabras mágicas: principios, valores. Pero los coleccionamos sin más y rara vez nos preocupamos de establecer una jerarquía entre ellos. Si la tuviesemos, nos sería más fácil decidir qué acto de entre dos es más vil o más encomiable.
       La moral, por otro lado, no es nunca objetiva aunque así lo pretendan muchos. Ningún crimen es igual a otro, como tampoco son iguales sus autores ni sus circunstancias: los puñales nunca se lavan en el mismo rio.

       Aunque aceptemos que nuestros principios no son universales y aceptemos que son solamente para nosotros, sólo con una colección de éstos no sabremos cómo actuar en cada momento. Quien pretenda construir una ética que le dicte siempre sin vacilación deberá tener una lista ordenada de principios y, cuando el primero de ellos no le sirva para decidir, tendrá que pasar al siguiente en busca de respuesta. Lo peor, para quien intente tamaña proeza, es que la lista habrá de ser infinita para asegurarse una conclusión. Si no lo es, a veces tendrá que hacer lo que no querían los moralistas que hiciesemos: improvisar, decidir o - en el peor de los casos - intuir.