viernes, 13 de febrero de 2009

San Darwin

       En un programa de televisión planteaban la siguiente cuestión: ¿Cúal es el descubrimiento o invención más importante de la historia? Ganó el método científico porque "nos había traído los demás". Yo no aproveché la ocasión de contestar, pero, sin duda, hubiese contestado que fué la teoría de la evolución de Darwin. Qué grandes son esos dos principios, variabilidad y selección natural, mutación y muerte, guerra y excentricismo, Ares, Marte y ...¿Dionisios? ¿Cerbero? No, no se ha adorado convenientemente a lo raro y nuevo. En el método científico, la falsabilidad permite la muerte de las teorías y la reproducibilidad permite que se modifiquen los experimentos. Las ideas perecen, heredan, engendran hijos mutados y evolucionan como lo hacen los seres vivos. El método científico no es más importante que el evolucionismo.  También se basan en estos dos principios la ingeniería y el aprendizaje: el ensayo y el error vuelven a ser variabilidad y selección.
       Que se concluya que Dios no creó a las especies una por una y que Noé no las metió en un barco son sólo efectos secundarios que, además, no prueban la inexistencia ni de Dios ni de Noé. Se les puede perdonar a los imbéciles del diseño inteligente su miopía e incapacidad para pensar en el tiempo a lo grande, pero no sus esteriles intentos por ridiculizar y restar importancia a nuestro gran hombre.
       Hay ya valientes que apuntan a que las "constantes universales", las fuerzas y relaciones entre lo "inanimado" cambian como las relaciones entre los vivos. Les doy mi apoyo y les deseo suerte. Pero como el tiempo en este caso operará mucho más despacio, demostrar lo que dicen es más dificil que demostrar la teoría de Darwin sin geología ni fósiles.
       Pero, además de todo esto, podemos aplicar estos dos pricipios a dirigir nuestra conducta. En mi lista ordenada de pricipios éticos, aún por completar, la guerra y la excentricidad ocupan el segundo y tercer puesto, respectivamente. Si Dios es el todo, el sentido de nuestra existencia (lo que nos salve del nihilismo al que inevitablemente nos lleva la razón) ha de ser el sentido del propio universo. La finalidad del mismo -la razón de su existencia- y hacia dónde se dirige son lo mismo: el universo evoluciona. Así pues, hemos de adorar la evolución y convertirnos en sus herramientas. No obstante, pecan de inocentes y superficiales quienes abogan por la evolución del hombre, con el darwinismo social como su más tenebrosa expresión. La cultura es el superhombre. Es la cultura el reino donde deben morir y mutar las ideas. La humanidad no es sino la tierra donde han de nacer y crecer éstas. Los individuos son las barreras que aislan unos ecosistemas de otros: somos islas. Son la crítica y la originalidad los principios darwinianos en la evolución de las ideas. Lo que hace que no me interesen ni la muerte de los individuos, ni la modificación de sus características corporales es difícil de definir. Lo que me aparta de las matanzas y me posiciona en contra de la radioactividad en las ciudades, mi primer principio ético es la profundidad.

miércoles, 28 de enero de 2009

Una ética concluyente

       La obra de los religiosos y demás moralistas consiste, básicamente, en decirnos qué hemos de hacer. Es cierto que es frecuente que, de paso, nos digan cómo es el mundo y añadan que ese es el motivo por el que debemos proceder según su parecer. Pero no quiero discutir ahora si llevan o no razón, sino, muy al contrario, vengo a decirles que ninguno ha hecho bien su trabajo. Si pretendían decirnos qué hacer, han sido demasiado ambiguos. Algunos pueden defenderse alegando que sólo nos han dicho lo que no debíamos hacer, que no pretendían nada más. Pero la moral debería poder clasificar todas las acciones posibles de mayor a menor por orden de bondad o maldad. No es suficiente que nos digan "No robarás" o "No matarás". Lo que yo le pido a una ética es que me diga cúal de esas cosas es peor y por qué. Seguramente el lector no dude en que el asesinato es algo más censurable, pero cuando se le pregunte el porqué apuesto a que le asaltará esa duda que no tenía al contestar sobre qué era menos reprobable. Entonces buscaremos un criterio discriminador y, posiblemente, vendrán a nuestras cabecitas esas palabras mágicas: principios, valores. Pero los coleccionamos sin más y rara vez nos preocupamos de establecer una jerarquía entre ellos. Si la tuviesemos, nos sería más fácil decidir qué acto de entre dos es más vil o más encomiable.
       La moral, por otro lado, no es nunca objetiva aunque así lo pretendan muchos. Ningún crimen es igual a otro, como tampoco son iguales sus autores ni sus circunstancias: los puñales nunca se lavan en el mismo rio.

       Aunque aceptemos que nuestros principios no son universales y aceptemos que son solamente para nosotros, sólo con una colección de éstos no sabremos cómo actuar en cada momento. Quien pretenda construir una ética que le dicte siempre sin vacilación deberá tener una lista ordenada de principios y, cuando el primero de ellos no le sirva para decidir, tendrá que pasar al siguiente en busca de respuesta. Lo peor, para quien intente tamaña proeza, es que la lista habrá de ser infinita para asegurarse una conclusión. Si no lo es, a veces tendrá que hacer lo que no querían los moralistas que hiciesemos: improvisar, decidir o - en el peor de los casos - intuir.